viernes, 2 de noviembre de 2012

Me pido la palabra: "Aprender de los alumnos"


Me pido la palabra:
"Aprender de los alumnos"

En medios docentes universitarios es muy frecuente escuchar opiniones negativas sobre todo lo que se mueve. En primer lugar, sobre los alumnos, la escasa preparación con la que llegan a la Universidad, su falta de interés, en la carrera en general y en nuestras asignaturas en particular, su escaso trabajo y rendimiento, su falta de educación, etc. A continuación, las quejas se extienden al plan de estudios, a la burocracia universitaria y a la desgraciada incorporación al Espacio Europeo de Educación Superior, a las condiciones de trabajo, al escaso sueldo, a la nefasta gestión del cargo universitario correspondiente –sea éste el Director del Departamento, el Decano, el Vicerrector correspondiente, el Rector o quien se tercie–, no quedando a salvo prácticamente ningún aspecto del entorno universitario. Personalmente, me estoy planteando muy seriamente la posibilidad de convertirme en objetor de los órganos colegiados universitarios (principalmente, Consejos de Departamento, Juntas de Facultad, Consejo de Gobierno), pues llevo muy mal que estos se hayan convertido últimamente en una suerte de terapia colectiva insana, donde una parte de sus miembros vuelcan sus quejas y frustraciones sin conseguir a cambio mejorar ni un ápice la situación que se critica: ni se altera la realidad ni los miembros del órgano colegiado logran alivio personal; mas bien consiguen aumentar la frustación y el enfado del resto de presentes.

A pesar de las situaciones problemáticas que nos depara nuestro trabajo (¿qué profesión no las tiene?), estoy convencido de que son más las satisfacciones que los sinsabores y que, si somos capaces de examinar las cosas con cierta perspectiva temporal, debemos reconocer lo mucho y bueno recibido de nuestra labor docente. Esto último puede sorprender, especialmente si nos situamos en nuestra personal Torre de Defensa: ya me parece estar oyendo a algún colega preguntarme, en un tono entre sorprendido e irónico, "¿cómo yo, profesor universitario, voy a aprender de mis alumnos?". Creo que un sincero examen retrospectivo de nuestra carrera docente puede acabar por sorprendernos a nosotros mismos. Empezaré por contar un caso que me sucedió hace ya unos cursos, que recuerdo con especial cariño y que me impactó sobremanera.

Con carácter previo he de aclarar que desde hace años tengo la costumbre de hacer trabajar en grupo a mis alumnos, porque considero que, junto con una expresión oral y escrita correcta, es una habilidad tan poco fomentada como necesaria en el mundo jurídico. Para ello, formo grupos de tres personas, unos cursos de forma totalmente aleatoria y en otros dejo que sean los propios alumnos quienes decidan libremente con quien agruparse. A lo largo del curso les voy poniendo pequeños trabajos, para que aprendan a organizarse y a ir consiguiendo paulatinamente una de las finalidades de esta práctica: que con un tercio de esfuerzo consigan el mismo resultado que si tuviesen que realizar la tarea solos. Luego, avanzado el curso, llegará el trabajo en grupo que tendrán que realizar y por el que reciben una puntuación que incide en su calificación final.

Pues bien, ese curso vi que tenía una alumna que ya el primer día me llamó la atención. Además de poseer un aspecto enfermizo, tenía más edad que el resto de sus compañeros y permanecía aislada de ellos. Al finalizar la clase de presentación, en la que explique la metodología del curso y constituí aleatoriamente los grupos de trabajo para el curso, esta alumna vino a hablar conmigo y me contó que, por razones de salud, que requerían en ocasiones su hospitalización periódica, le estaba costando acabar la Licenciatura de Derecho, pues su ritmo de trabajo y estudio era lento. Me transmitió su preocupación por si podría seguir el ritmo de trabajo de sus compañeros y no acabar perjudicándoles. La tranquilicé, diciéndole que, precisamente, trabajar en grupo le iba a representar una ventaja, porque podría mantener el ritmo del curso con un menor esfuerzo. Eso sí, le dije, ella debía trabajar lo que le correspondiera, pues también sus compañeros necesitaban de ella y de su aportación. Me garantizó que se esforzaría y procuraría no convertirse en una carga para sus compañeros de grupos.

Ante esta perspectiva, decidí reforzar su grupo y añadí un alumno más, que había quedado descolgado al no asistir a la clase de presentación. Tras un par de semanas de clase, y aprovechando que ella no había venido a clase, los alumnos de ese grupo vinieron a verme para comentarme que era complicado trabajar con su compañera, porque no cumplía con todo el trabajo que le correspondía. Entonces aproveché para hacerles una reflexión sobre su situación: les recordé que ellos eran el único grupo que tenía cuatro miembros y ello no era casualidad, sino que se debía a las especiales circunstancias de su compañera; les dije que tenían que ayudarle y repartirse entre todos su parte por si ella finalmente no podía hacerlo; les aconsejé que se pusieran en su situación y que, sobre todo, se fijaran en el esfuerzo que ella realizaba a pesar de sus complicada situación personal; ahora bien, ello no impedía que le exigieran que cumpliera con su parte; es decir, les pedí un difícil equilibrio entre exigencia y comprensión. Finalmente, les prometí que, a la hora de puntuar su trabajo, tendría en cuenta la especial situación del grupo y el esfuerzo suplementario que tendrían que realizar. Me aseguraron que así lo harían (supongo que no tenían otra opción ante un profesor que les imponía esta situación).

Pasaron las semanas y en una parte de ellas la alumna en cuestión vino a clase; en ocasiones, incluso y no sin algunos problemas, participaba en los debates de clase, lo cual, detecté, le producía cierta satisfacción. Hablé con ella y me aseguró que estaba muy contenta (y así se desprendía de ella mientras me lo decía) con todo lo que hacía y que sus compañeros le estaban ayudando mucho. Pregunté a algunos miembros del grupo sobre la situación del grupo y si su compañera trabajaba lo que le correspondía, aconsejándoles de nuevo que le exigieran que cumpliera con su parte (dentro de un orden, pues no se trataba de adjudicarle las partes más complejas) y que, en caso de incumplimiento, no la encubrieran. Me aseguraron que estaban contentos con su trabajo y que, a pesar de alguna baja provocada por su enfermedad, realizaba todo lo que se le encomendaba. Les transmití los comentarios y la satisfacción de su compañera y les felicité por su magnífico compañerismo.

Continuaron las semanas, llegamos a la segunda quincena de noviembre, y, de repente, la alumna me desapareció del mapa. Ante ello le escribí un correo electrónico preguntándole por su salud, pues me parecía difícilmente creíble, vista su satisfacción, que hubiera decidido abandonar la asignatura. Recibí la callada por respuesta. Escribí un correo a sus compañeros de grupo preguntándoles si tenían noticias de ella y cual no sería mi sorpresa y estupor al recibir el correo de contestación de uno de ellos, en el que me comunicaba que acababan de enterarse de que su compañera había fallecido; ante la ausencia de noticias habían llamado a su casa y su padre les había dado la noticia. El tono era de total desolación y tristeza. Me apresuré a escribir a todos los miembros del grupo un mensaje, transmitiéndoles mi pesar y, sobre todo, agradeciéndoles la magnífica labor de compañerismo que habían realizado los últimos meses.

Tras superar el golpe inicial, telefoneé a su casa y pude a hablar con su padre. Me identifiqué y le transmití, en nombre de sus compañeros y en el mío propio, el más sentido pésame y solidaridad. Le conté la profunda impresión que había causado la noticia del fallecimiento entre sus compañeros de clase (la noticia les conmocionó), especialmente entre los de su grupo de trabajo, puesto que había encajado muy bien con todos ellos (como profesores sabemos lo difícil que es para un "repetidor" acoplarse con el resto de compañeros de otra promoción). Entonces, con una gran entereza, me comentó que su hija no había podido superar la última hospitalización, puesto que estaba muy enferma (padecía una rara enfermedad de origen vírico, que precisaba de tratamientos intensivos y que, como ya habían pronosticado los médicos, finalmente no pudo superar). Me transmitió su agradecimiento, hacia mí (¡me quedé estupefacto!) y hacia todos sus compañeros de clase, porque, me dijo, a su hija se le había visto feliz durante los últimos meses de su vida. Me contó que estaba muy ilusionada, preparando las clases y su parte del trabajo en el grupo, y que cada semana le pedía que la acompañara con el coche al Campus y la recogiera después de la clase, porque no quería perderse ninguna. Le agradecí de corazón sus palabras y le dije que las transmitiría a sus compañeros. Esa conversación telefónica ha sido una de las mas difíciles, y emotivas, de mi vida. Incluso ahora, reviviendo el tema, tengo un nudo en la garganta.

Esa alumna, con todos sus problemas y vicisitudes, fue un ejemplo para todos los que ese curso la conocimos. Nos hizo más humanos y también, quiero creer, mejores personas. Sin ser conscientes de la gravedad de la situación, el comportamiento de sus compañeros de grupo fue modélico: le ayudaron en todo lo que pudieron y crearon en torno a ella una red de amistad y de apoyo en momentos muy difíciles para ella. He de decir que ese curso el rendimiento de los miembros de su grupo, global e individualmente, fue altísimo. Recuerdo que uno de sus integrantes me comentó a final de curso que ése había sido el mejor curso de su vida, en el que había logrado aprobar el mayor número de asignaturas de la Licenciatura (incluso de los primeros cursos, que todavía tenía pendientes) y con las notas más altas; logró licenciarse en Derecho cuando, me dijo, ya había desistido de poder hacerlo. Dos miembros del grupo cimentaron una gran amistad y actualmente trabajan juntos en el mismo despacho (de tanto en cuanto, me escriben un correo para contarme sus avatares de la vida).

Una alumna que, de entrada, podría haber sido considerada por cualquier profesor un problema (enferma, retraída, descolgada del resto de compañeros de curso, repetidora de asignaturas) acabó resultando un ejemplo para todos los que la conocimos. Durante esos meses nos hizo mejores. ¿Qué profesor podía esperar todo esto de un alumno? A mí, personalmente, me dio una lección: aprendí que todo el mundo es digno de ser tenido en cuenta y que incluso un alumno puede convertirse en un ejemplo y enseñarme muchas cosas; cosas, incluso, más importantes que el Derecho Internacional Privado.

Afortunadamente, situaciones como la que acabo de contar son excepcionales en nuestra vida profesional. Sin embargo, existen multitud de casos cotidianos, normales, en los que el tesón y la ilusión del alumno son un acicate para nuestra labor. Y no me refiero a aquéllos que, por diversas razones, han realizado sus estudios con un gran esfuerzo personal y ello no les ha impedido poner al mal tiempo buena cara y asistir a las clases preparados y mantener intacto su afán de superación (recuerdo casos de alumnos con becas exiguas, simultaneando estudio y trabajos mileuristas; veinteañeros con deberes familiares propios de un adulto; alumnos con deficiencias físicas que se superaron a fuerza de tesón, etc.). Creo de justicia mencionar a todos aquellos que, sin contar con unas circunstancias personales especiales, asisten puntualmente a las clases perfectamente preparados, los que intervienen en ellas expresando sus opiniones (algunas de las cuales son muy atinadas), los que plantean preguntas inteligentes, los que tienen la valentía de expresar sus dudas, ... Los profesores somos actores y necesitamos de público, como un cocinero necesita de un comensal con buen apetito que dé cumplida cuenta de los platos que prepara. Nuestro público son los alumnos y necesitamos que nos sigan y se hagan eco de nuestros esfuerzos por transmitirles algo de nuestros conocimientos. Creo que hay pocas cosas que profesionalmente motiven más a un profesor que un alumno trabajador y participativo, que con su actitud le demuestre que no trabaja en vano. Y con ello no propugno una raza de alumnos seguidistas, pelotas, sabelotodos y geniecillos del Derecho, sino que es suficiente con que demuestren interés por la materia y por los materiales docentes que preparamos para ellos. Personalmente, sin esa retroalimentación de los alumnos me resultaría difícil intentar dar lo mejor de mí en las clases y superar el tedio propio de aquellas ocasiones en que la materia o la repetición durante años del mismo tema me hacen correr el riesgo de afrontar mis clases con desgana y rutina. Así que reconozco sin ambages la deuda que tengo con mis alumnos, auténticos (es)forzados sufridores de mi docencia.

Y este es mi parecer, que someto a cualquier otro mejor fundado.

Federico F. Garau Sobrino,
Catedrático de Derecho Internacional Privado
Universidad de las Islas Baleares

10 comentarios:

  1. Sin duda uno de los post más emotivos que, quien suscribe estas líneas, ha leído...

    Es cierto que el estudio intenso de monografías, obras...etc...así como cierta actitud en tal sentido pueden forjar al futuro profesional, al futuro doctor...etc...

    Sin embargo, olvidamos que, en no pocas ocasiones, éste último aspecto (la actitud)se nutre, no tanto de los libros que tenemos a nuestra disposición o a la percepción que se tiene hacia un determinado profesor, sino, antes bien, de "otras personas"; personas que, por lo que nos transmiten o lo que nos infunden, muchas veces nos insuflan ese aire de motivación que nos hace superar a nosotros mismos.

    Y el relato de esta chica es una muestra ilustrativa de ello.

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  2. Emotiva y triste. Pero una preciosa historia de Universidad que deja en el lugar q toca a cada uno; a los profesores como tu y a los que hablan de la jodido hora de clase. Gracias por compartirla.

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  3. Sabe, desde que le sigo como aprendiz también lo hago como lector. Le admitiré que en ocasiones, siento que la complejidad de la materia que imparte y sus conocimientos sobre ella me alejan de Ud., dado mi escaso rodaje en Derecho Internacional Privado y lo difícil que me parece controlar el área en la que se desenvuelve con naturalidad.

    Sobre lo que comenta en esta publicación, debo decirle que a veces también los alumnos nos convertimos en aquello que criticamos de los profesores que acaban tratándonos como a una cifra. Y la rutina nos conduce a creer erróneamente que el docente es una máquina emisora de órdenes y trabajos que sólo exige un rendimiento, lo evalúa numéricamente, y luego se olvida de nosotros, como nosotros nos olvidamos de él.

    Sin embargo, es frecuente que la vida nos cruce con personas que nos quitan el velo, y nos llevan a "reaprender" a percibir lo humano que subyace a las obligaciones. En cierta forma, los órganos colegiados de su facultad plasman a la perfección el modo en que la mecánica del día a día va convirtiendo algo magnífico en una parodia.

    En toda aula de universidad existe un actor principal y otros muchos que desempeñan el papel de espectadores. Y afortunadamente, todos los actores son personas receptivas, con una enorme calidad humana; es un rasgo inherente a la profesión.

    Ánimo en su trabajo, y gracias por su lección.



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  4. La anécdota es muy emotiva y, además, comparto plenamente el mensaje del post. Claro que tenemos que aprender de los alumnos. Si mala es la situación del profesorado en España, peor la los alumnos de estas generaciones, con un futuro sumamente incierto. Y, sin embargo, ahí están: muchos de ellos luchando, trabajando e ilusionándose en nuestras aulas. Lo tienen muy difícil, pero también tienen un reto muy bonito: regenerar este país y esta sociedad. Una bonita lección.
    A. Espiniella

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  5. Querido compañero,
    es realmente una hermosa experiencia, y agradezco que la compartas. Todos los que llevamos años en la docencia sabemos, si realmente nos lo preguntamos, lo que debemos a nuestros alumnos; a su atención ¡y también a su paciencia y benevolencia! Es un aspecto de nuestro progreso como docentes, pero también como investigadores y sobre todo como personas, que solemos olvidar. Pero los alumnos, colectivamente, siguen mereciendo nuestro reconocimiento, especialmente en estas horas duras.
    Ignacio Gutiérrez

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  6. Os agradezco a todos vuestros comentarios, que no nos deben hacer perder de vista que la auténtica protagonista del post es mi alumna y sus tres compañeros de grupo. Personalmente, me daría por satisfecho si el post sirviera para que, en primer lugar, algunos profesores aprecien a los alumnos en su justa medida y sean conscientes del privilegio de nuestra profesión. En segundo lugar, que a otros, una gran número, les animara y les sirviera de acicate para continuar dando lo mejor de sí mismos a sus alumnos y a la docencia. Finalmente, ojalá también los alumnos se conciencen de que los profesores somos seres humanos como ellos, con nuestras virtudes y defectos, y que, en ocasiones, no nos exijan lo que ellos no son.
    Un saludo muy cordial

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  7. Querido Profesor! Aún a día de hoy, después de algunos años, seguimos comentando con orgullo que nuestro profesor de Derecho Internacional Privado fue Federico Garau! Sí, con signo de exclamación!. Decir, que mi compañero y yo, como miembros del grupo de trabajo aquel año y compañeros de la alumna protagonista de su escrito, lo recordamos con especial cariño y tristeza al mismo tiempo. Siento profunda necesidad de decirlo, de nuevo, y en público, que el mejor profesor que me ha dado clase en todos mis años de Universidad, tanto por la forma de enseñar, como por la calidad de su persona, es Federico Garau. Cómo es posible que un sólo profesor, consiga motivar de tal forma a un alumno? Sólo puedo dar gracias de haberme encontrado con usted el último año de carrera, que ojalá hubiera sido antes!, porque efectivamente me devolvió la ilusión, y no sólo aprobé muchísimas asignaturas colgadas, sino que fue con muy buenas notas!Gracias por ayudarme a lograr lo que hoy soy, gracias por habernos hecho sentir importantes ese año, gracias por motivarnos y sacar lo mejor de nosotros!

    Un fuerte abrazo y hasta pronto!

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  8. Antonia Durán6/11/12, 11:37

    Federico, comparto punto por punto lo que nos cuentas en este post. Más allá de la tristeza que produce siempre la pérdida de un ser humano, en tus líneas se halla la capacidad de superación y la necesidad que tenemos todos, alumnos y profesores, de sentirnos valorados y respetados. Al buen profesor se lo detecta en los casos complicados. Motivar no es fácil y cuando se consigue, aunque sea sólo a una persona de entre 100, ya ha merecido la pena el esfuerzo. Ojalá todos fuéramos conscientes de que enseñar es no sólo una importante responsabilidad, sino un enorme privilegio. Quizás entonces tendríamos las aulas llenas.

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  9. Me saco el sombrero ante su capacidad docente, profesor Garau!
    He leído su post con lágrimas en los ojos y me estremece de emoción ver y palpar como la unión de uno más uno (en este caso uno más tres...) produce un resultado que jamás alcanzaríamos si hiciéramos nuestro trabajo individualmente, ni aún los más esforzados y perseverantes.
    ¡Cuánto se aprende de docentes con mayúsculas!
    Un cordial saludo,
    Esther

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  10. Me ha encantado. Como alumna he de decir que profesores como usted hacen que hasta cuando estoy con un gripazo quiera ir a clase a participar y trabajar junto a mis compañeros. Últimamente parecía que en Derecho los mismos profesores fomentaban más la competitividad entre los compañeros que el trabajo en grupo y la superación conjunta de la asignatura, porque yo, como usted, pienso, que además de ser muy importante el trabajo a diario individual, que nunca se aprende lo mismo que cuando se trabaja en grupo y este último año he vuelto a tener una serie de docentes que como usted motivan a todos y cada uno de sus alumnos. En grupo las ideas fluyen y el conocimiento individual siempre está en constante cambio.
    Gracias.

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